22 de mayo de 2010

Soñar.


La melodía envolvía mis sentidos una y otra vez. Era como si flotara, como si me elevara una y otra vez en un espacio sin aire. No tenía que realizar ningún esfuerzo para mantenerme de pie y me sentía como en uno de esos sueños demasiado irreales para ser verdad. 
  
El fantástico sonido que realizaba la trompeta de Louis Armstrong no dejaba indiferente a ninguna parte de mi cuerpo y conservaba los ojos cerrados, aún sabiendo que mi cuerpo y mi mente no estaban conectados aquella tarde soleada de verano.

  
No era ya una persona ágil, mis músculos agarrotados no se movían como lo habían hecho cuando era joven, pero eso no me hacía darme por vencido en ningún momento. Me contemplé disimuladamente en un espejo del fondo, un viejo chalado de unos sesenta años y un chico de diecisiete me devolvían el saludo. La misma sonrisa, los mismos ojos fríos e intensos y el mismo sentido del ritmo, o en otras palabras, ninguno. No me enorgullecía no saber bailar, era algo que había intentado aprender con el tiempo, sin éxito, por supuesto, pero jamás había perdido las ganas por hacerlo. 

  
Así que allí estaba yo. Reflejado en aquel antiguo espejo de madera colgado en la pared, un viejo sin ritmo que haría reír a una multitud con sus pomposos movimientos. No me importó, de hecho, solté una carcajada y comencé a exagerar cada uno de mis patosos pasos. 

  
Di una vuelta más alrededor de una butaca, al ritmo constante que llenaba la habitación y pude verla por fin. Allí estaba, era ella. Tan fresca, radiante, bella, imposible de definir aun poseyendo todos los calificativos maravillosos que existían en el mundo. Quise alcanzarla, tocarla con mis manos y para ello dejé de bailar.

  
Como si de un espejismo se tratara, volvió a desaparecer. Pero la melodía continuaba sonando. Así que no detuve del todo mis pies y me incliné sobre mi mismo como acariciando a una pareja de baile que ya no estaba. Algo dentro de mí sabía que si continuaba moviéndome, ella volvería, regresaría para bailar junto a mí.

  
No me equivocaba, hacía cuarenta años que parecía no haberme equivocado en nada. Como una niña traviesa, salió de detrás de la coqueta riéndose alocadamente, con el pelo suelto y un vestido de tirantes. Hizo una tímida reverencia y tomó mis manos delicadamente mientras yo la abrazaba con mi cuerpo. 

  
Ella también había envejecido. Ambos lo habíamos hecho. Pero eso no nos afectó de ningún modo. Comenzamos a bailar y la hice girar una y otra vez cuando el jazz aceleró. Se reía, sin parar. No había sonido en el mundo que me gustara más que su risa, ni siquiera el sonido de los primeros pasos de tu propio hijo. La contemplé mientras ella me demostraba como debía uno moverse. Indudablemente, me pareció tan hermosa como la primera vez que la había visto. Sentí que enrojecía y la atraje hacia mí para darle un beso en la frente. Era una sensación cálida e intensa a la vez, quise detener el tiempo pero las manecillas continuaban girando.

  
Yo sabía que aquello terminaría. Que despertaría. Que la trompeta dejaría de sonar y todo aquel mundo perfecto que había construido en un segundo, se desvanecería para quizás no volver nunca. Era consciente de ello. Pero lo dejé correr en un intento de hacer un segundo eterno, o un milímetro más cercano todavía. 

  
Continué bailando con mi imaginación hasta que mi mente se cansó del todo, hasta que mis pies de veinteañero decidieron parar de bailar para no volver a hacerlo. Continué haciéndola feliz hasta que incluso la sonrisa se borró de mi propio rostro.

  
Sólo me importaba ella. Ella y su sonrisa, ella y su pelo, ella y su forma de hacerlo todo bien y mal a la vez, ella y ella misma. No había nadie en el mundo al que pudiera querer más y al que pudiera odiar menos. Puse mi mano en su rostro y ella cerró los ojos, disfrutando del poco tiempo que nos quedaba juntos.

  
Para mi delicia, Louis, que se hallaba sentado en uno de mis butacones favoritos observándonos, cantó y tocó para nosotros por última vez ‘What a Wonderful World’. Ambos sonreímos, juntando nuestros cuerpos para el baile final.

  
Mientras girábamos lentamente, soñé que no era un sueño. Soñé que el mundo, como decía Louis, era por fin maravilloso.

  
Y lo era. O lo había sido sólo durante unos escasos miles de millones de segundos para mí. 

 

1 comentario:

pezgata dijo...

¿Creática libre, puede ser? :)

Qué bonito, Alba!