24 de abril de 2011

Como Tom Hanks, en la Terminal.

Ni siquiera recuerdo haber escrito esto, apenas tengo un par de recuerdos efímeros de aquel verano, pero ha estado bien observar que tenía un mínimo de cerebro en otra época. Sólo sé que debía coger un vuelo a Italia que, por diversos problemas, no llegaba a su hora y eso me hacía exasperar junto a mis compañeros de viaje, que dormitaban tranquilamente.
 
'Agosto del 2007.

Personas, personas y, ah sí, por allí viene otro grupo inmenso de gente. No tengo una idea determinada sobre los aeropuertos, aunque creo que sería el escenario ideal para realizar un documental sobre seres humanos. No sé si alguien de los trabajadores que se ocupan que todo se regule con normalidad aquí, se dará cuenta a fondo de la cantidad de gente que pasea por estos lares a diario. Obviamente saben que ‘alojan’ a muchísima gente, pero ¿En qué medida son conscientes de ello? Azafatas malhumoradas. Pilotos ególatras. Turistas despistados. Hombres de negocio que nunca dejan de hablar por teléfono. Parejas que se despiden. Hombres y mujeres solitarios sin saber que hacer. Grupos gigantescos de ancianos que deciden que Mallorca es un buen sitio para pasar sus siguientes vacaciones. Escolares perdidos. Guardias despreocupados. Y algún que otro chico de la limpieza que baila con sus cascos alguna canción del último rey del reggae actual. Y entre toda la multitud, sigo estando yo. Sentada en el suelo cerca de un monitor, vigilando de reojo si mi vuelo tiene el honor de aparecer, para variar. Invisible para los pasajeros con prisa. No sé cuándo voy a salir de aquí. Ni sé si alguien en casa me echa de menos. Mi único consuelo es escribir en la parte de atrás de un papel que oferta kilos de jamones a precios desorbitados. Las horas siguen pasando, pero mi reloj parece que se ha parado y ha decidido, por gracia divina, que todo vaya aún más lento. Queriendo que disfrute de una estancia que a nadie se le hace apetecible. Y qué voy a decir. Sólo soy un Tom Hanks más, atrapada en la Terminal 2 del aeropuerto de Barajas.' 

9 de abril de 2011

La niña se ha enamorado.

Si ya lo decía mi madre. Cuándo te enamores, lo harás de verdad y será para toda la vida. Quién me iba a decir que iba a tener tanta razón. ¿Para qué vamos a negar lo evidente? Me encanta y, aunque apenas ha podido conocer algo de mí en tres escasos días, sé que yo le gusto también. C'est l'amour. 
  
Vale, vale, vale. No me he tragado enterita ninguna novela de Jane Austen, y por supuesto, jamás pondría ñoñerías de este calibre en un blog. Por favor. Ya no tengo once años y hace tiempo que la Cenicienta no se encuentra entre mis películas favoritas. 
No, no se trata del amor hacia alguien, sino el amor hacia un lugar en concreto. Paris. Qué típica soy, ¿verdad? Como yo, miles de personas. O eso solía pensar de la gente que volvía maravillada de allí. 
  
Ver directamente el Sacre Coeur, los Champs Élyseés, subir hasta lo alto del Arc de Triomphe, perderse entre callejuelas, observar que los franceses mueren a lo grande con magníficas tumbas, reírse de lo triste que es el exterior del Moulin Rouge en comparación con la película, las bellas mujeres francesas y los apuestos e intocables hombres franceses, la esplenderosa Notre Dame, hacerse hueco entre doscientos chinos con cámaras de fotos para ver a veinte metros La mona lisa, descubrir que la Tour Eiffel no es como tú te la habías imaginado. Sino, que es mejor, mucho mejor. 
  
No me gusta recomendar del todo sitios y lugares, porque creo que cada uno debe decidir siempre a donde quiere ir sin verse influenciado por nadie más. Pero, sin duda, si todavía no has visto brillar de noche la torre creada por Alexandre Gustave Eiffel, apúntalo rápidamente en tu lista de tareas pendientes antes de morir. 
  
Merece la pena.