14 de agosto de 2011

Lo bueno y lo mejor.

Hace poco, teniendo un poco de tiempo libre en mi siempre vacía agenda, fui a dar una vuelta por la Casa del Libro a ver si encontraba alguna novedad literaria interesante que hiciera sacar mi cartera y mi talonario inexistente. Vagando entre las repletas estanterías, me quedé observando, entre muchas otras cosas, una cuantas novelas de bolsillo con título curioso que habían despertado curiosidad en mí. Tras valorar las opciones, decidí llevarme un pequeño y ligero libro cuyo argumento y personajes no marcarían hito alguno en mí, ni eso esperaba yo, y probablemente sólo valdría como un simple entretenimiento banal en el sitio adecuado, o como suelo llamarlas ocasionalmente, 'lecturas de aeropuerto'. Junto con mi ejemplar, adquirí otro de mi escritor favorito, el venerable Zafón, y como persona normal y cliente habitual me dirigí a la caja para pagar. 
  
Hasta aquí la historia puede parecer normal y quizás, si me dejáis apuntarlo, un poco aburrida, del estilo de las de España Directo, que me sorprenden cada vez que voy a visitar a mi abuela, con titulares como: 'Dos hombres de sesenta años han decidido volver a bañarse en el mar tras estar cinco años sin hacerlo'. Sin menospreciar a esos dos entrañables señores, ¿a quién, y perdón por la palabra, cojones le importa? A nadie. Lo más probable es que los únicos interesados en la noticia sean esos dos tipos y el soberbio guionista que la redactó. Y ya está. Al resto del mundo se la refanfinfla.
   
Pero volviendo a la historia, os contaré que más me habría valido encontrarme a aquellos hombres y al equipo entero de TVE que a aquella peculiar mujer. Mientras pasaba mis nuevas adquisiciones por el registro, noté un tono de aprobación al ver el libro de Zafón y una mueca desagradable con el segundo. Un minuto después, entonando una extraña sonrisa, soltó con exagerada pomposidad en la voz: '¿Seguro que le interesa ese tipo de literatura? Tenemos los nuevos relatos de Murakami, que se están vendiendo muy bien...' No voy a negar que me hubiera gustado replicarle abiertamente, pero como creo que la educación no se debe perder nunca, le agradecí su consejo, insistí en llevarme ambos libros, pagué y me fui rápidamente del establecimiento.
  
Vale. Por partes. ¿Quién es ella para cuestionar el tipo de literatura que tiene que comprar alguien? Y cuando digo alguien, me refiero a mí. ¿Por qué? Vamos a ver, es que en el hipotético caso de que a mí me apeteciera comprarme una saga de libros por fascículos titulada 'Cómo hacer una mierda en condiciones', creo tener el derecho divino de poder hacerlo. Y realmente, ¿por qué tiene que venir nadie a hablarme de Murakami y sus novedosas ofertas? Y no menosprecio al susodicho autor, sin ir más lejos, Tokio Blues es una gran novela, pero simplemente él no me apetecía en ese momento, sino creedme que iría directa a comprar sus libros. De hecho, es difícil no hacerlo con unos carteles que casi son de neón apuntando hacia sus obras.
  
En general, la gente, y cuándo hablo de gente me refiero a mí, debe tener el derecho de leer basura literaria de vez en cuando y permitirse el lujo de no dar justificaciones por ello. Para saber apreciar lo bueno, antes también hay que leer mucho de lo malo. Porque sino entonces, ¿cómo sabes donde está el límite de lo bueno? ¿Y el límite de lo incluso más bueno, de lo mejor? Y sobre todo, ¿quiénes son las personas adecuadas para juzgarlo? Porque si existe un club exclusivo, en donde solo puedan entrar catedráticos, filólogos, profesores de lengua castellana y vendedores de la Casa del Libro, me gustaría alistarme en sus filas sólo para sabotearlo desde dentro e implantar la duda sobre que gustos literarios son los adecuados. 
  
Ahora entiendo lo que decía mi abuelo cuando se sentaba en la plaza del pueblo a observar cómo la vida pasaba y arrastraba gente a su paso. '¿Has visto, Alba? Mucho borrego suelto y muy pocos cercos donde amarrarlos'

5 de agosto de 2011

Vacaciones en el paraíso.

Páramo desierto. Nada importante que hacer. Un tiempo terrible, que ya se puede haber dado un gran banquete Zeus lanzando todos sus truenos contra la costa portuguesa. Inevitablemente, como ser humano que soy, me aburro y recurro al único consuelo que tengo a mano: Escribir. No es que no pueda  hacer otras cosas, realmente me he acabado los dos libros que traía entre tormenta y tormenta, veo como tres o cuatro películas diarias (Que incluso para alguien cinéfilo de verdad como yo, se hace hasta cargante al final) y he explotado hasta la saciedad el juego del pinball del ordenador. Comprendedme, se me acaban las cosas que hacer con facilidad. Es injusto, ¿sabéis? Debería existir un microclima especializado para las vacaciones. Vale, que podéis decirme: ‘Es que en mi pueblo también está lloviendo’ Estupendo, me parece perfecto. Tal como está el tiempo, llueve en Normandía, Mordor y en Portugal. Pero he aquí la cuestión importante. ¿Pagas por alojarte en tu casa? No, a menos que te hayas separado de tu mujer y no hayáis llegado a un acuerdo sobre quién se queda el piso, lo cual es bastante improbable y, además, se convertiría en aquella bazofia de película, que protagonizaba Jennifer Aniston y que vendían como comedia, siendo un drama indudablemente. Así que, a menos que tu situación en casa sea complicada, vives allí gratis. Pues yo aquí no. Y no puedo hacer otra cosa que quedarme en el hotel, viendo como graniza, diluvia y el viento se lleva volando al señor que activa el riego en el jardín. (¿Para qué activa el riego? ¿Es que necesita un maremoto para cinco metros cuadrados de hierba, que son los que están alrededor de la piscina? No lo entenderé jamás) 
  
En fin, con resignación, y mientras decido lo más adecuado que ponerme para salir a dar una vuelta por Inglaterra en mitad del invierno, intentaré buscar algún sitio de esta habitación que pille algo de wifi decente. (Que esa es otra cosa. Me lo vendieron como un wifi bueno y rápido. Vamos, hombre. ¿Bueno y rápido? No son los mismos conceptos en España que aquí)

Felices primeros días de Agosto a todos… O lo que sea.